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La vida y la obra de Jesús fueron profetizadas en el Antiguo Testamento. (Meditación de la segunda lectura del Domingo IV de Adviento del Ciclo A).

   Meditación.

   2. La vida y la obra de Jesús fueron profetizadas en el Antiguo Testamento.

   Meditación de ROM. 1, 1-7.

   Dado que la Iglesia surgió ante testigos de la recepción del Espíritu Santo por parte de los Apóstoles de Jesús de todas las naciones (HCH. 2, 10), y fueron muchos los cristianos que predicaron el Evangelio tanto en sus países de residencia como en aquellos que visitaban circunstancialmente (HCH. 18, 2; ROM. 16, 3-5), la Iglesia romana surgió, sin necesidad de que la fundara ninguno de los Apóstoles de Nuestro Salvador. Es probable que la Carta a los Romanos fuera el primer texto bíblico que fuera leído por los cristianos de Roma, ya que San Pablo la escribió estando en Corinto, al final de su tercer viaje misionero, antes de volver a Jerusalén (HCH. 20, 3; ROM. 15, 25). La Carta a los Romanos es un texto que fue escrito para ser leído tanto por judíos conocedores del Antiguo Testamento como por paganos desconocedores de la fe de los judíos, y contiene una exposición sistematizada de la fe cristiana.
   A pesar de que tenía el privilegio de ser un ciudadano romano, San Pablo dijo de sí mismo que era siervo de Cristo, lo cual significaba que se sometió al cumplimiento de la voluntad divina libremente, muy a pesar de sus padecimientos, azotes, prisiones, e incluso su sentencia mortal. El citado Apóstol de Nuestro Señor fue el instrumento utilizado por Nuestro Salvador para evangelizar a muchos paganos, por causa de su obediencia al Hijo de Dios y María.
   Si nos prestamos a servir al Señor en nuestros hermanos los hombres, también tendremos el privilegio de contribuir a la realización de la obra de Dios, consistente en purificar y santificar a la humanidad. Para que ello sea posible, necesitamos conocer la fe que profesamos, cumplir la voluntad del Dios Uno y Trino, y orar fervientemente.
   San Pablo dijo de sí mismo que llegó a ser Apóstol por vocación, lo cual indica que, aunque sirvió a Jesús porque deseaba hacerlo, no hubiera podido llevar a cabo su labor apostólica, si no hubiera recibido su vocación del cielo. De igual manera, aunque servimos a Dios porque deseamos hacerlo, también nosotros hemos recibido la vocación del Señor.
   Al reconocer que Jesús fue descendiente de la dinastía davídica, San Pablo manifestó que estaba de acuerdo con las enseñanzas del Antiguo Testamento y la predicación de los Apóstoles de Jesús. Para San Pablo, Jesús es el Hijo de Dios en quien se cumplieron las profecías del Antiguo Testamento relativas a su vida, su obra, su Pasión, su muerte, su Resurrección y su posterior glorificación, el Mesías profetizado en la primera parte de la Biblia, y el Señor resucitado de entre los muertos, así pues, Jesús vino a Israel como Hombre, era descendiente del linaje de David, murió, resucitó, fue glorificado, e hizo posible que podamos recibir la gracia divina, y ser glorificados, cuando concluya la plena instauración de su Reino entre nosotros.
   El hecho de que somos cristianos, nos concede privilegios y responsabilidades. Si el hecho de que sentimos que Dios ha perdonado nuestros pecados nos hace receptivos a la gracia divina, no olvidemos la responsabilidad de anunciarles el Evangelio a quienes el Señor ponga en nuestro camino y deseen conocerlo. Tal como le sucedió a San Pablo, Dios ha hecho de nosotros sus misioneros, no para que prediquemos el Evangelio al modo que muchos profesores dan charlas y después no se responsabilizan de cómo captan sus oyentes los mensajes que les transmiten, sino para que seamos ejemplos del cambio de vida que Jesús obra en nosotros, por obra y gracia del Espíritu Santo.
   La vocación que hemos recibido de Dios, al ser aceptada por nosotros, nos hace familiares de Dios, y, por tanto, miembros de su pueblo santo.
   San Pablo demostró que amaba a los romanos predicándoles la Palabra del Señor y orando por ellos. A pesar de las costumbres romanas que eran contrarias al cumplimiento de la voluntad de Dios (ROM. 1, 16-31), el citado Santo no hubiera podido evangelizar a los cristianos de la Roma imperial, si no hubiera creído en sus posibilidades de ser mejores personas. Ello me induce a pensar en la necesidad que tenemos de orar los cristianos, con tal de no considerarnos superiores a quienes no comparten nuestras creencias. El hecho de que el mal no haya sido extinguido totalmente de la humanidad, no significa que estamos imposibilitados para mejorar nuestra vida. Creer en la humanidad, nos induce a amar a los hombres, como hijos de dios, y hermanos nuestros. Démosle gracias a Dios porque nos ha hecho cristianos, y démosle gracias porque nos permite relacionarnos con nuestros hermanos en la fe que profesamos.

José Portillo Pérez
joseportilloperez@gmail.com