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Reportaje sobre el Adviento. (Domingo I de Adviento del Ciclo A).

   Reportaje sobre El Adviento.

   ¿Qué es el Adviento?

   La palabra Adviento es la traducción castellana del vocablo latino Adventus. Llamamos Adviento a las cuatro semanas durante las que la Iglesia, a través de su Liturgia nos prepara a conmemorar las dos venidas de Cristo primeramente en la carne y la debilidad, en el Espíritu Santo y en el amor, y posteriormente en la gloria y el poder. La Iglesia nos insta a esperar la Parusía -o segunda venida- de Jesús, un acontecimiento trascendental de la historia de la salvación, que revivimos utilizando a tal efecto los textos bíblicos mesiánicos escatológicos del Antiguo Testamento, adecuándolos, al mismo tiempo, a la primera venida de Jesús, así pues, aunque muchas de las profecías bíblicas se han cumplido puntualmente, aún no se han cumplido todas las promesas que Dios quiso que sus Santos Hagiógrafos incluyeran en los dos Testamentos en que se dividen las Sagradas Escrituras. Sabemos que Dios ha cumplido todas las promesas que les hizo a los miembros de su pueblo con respecto a la primera venida de Jesús. Esta es, pues, la causa por la cual el Magisterio nos adoctrina para que no perdamos la esperanza con respecto al cumplimiento de todas las promesas divinas, porque ello supondrá para nosotros el fin de los estados que erróneamente calificamos como adversos.
   Los cristianos vivimos el Adviento con el corazón henchido de esperanza. La Iglesia, con la intención de conseguir que la fe que profesa se arraigue en nuestros corazones, nos anima a orar de la misma forma que se dirigían a Nuestro Señor los cristianos de la Iglesia primitiva, recitando las siguientes palabras bíblicas: "Marana-tha", (Ven Señor)", o "Maran-athá" (el Señor viene) (1 COR. 16, 22; AP. 22, 20). Las sencillas palabras citadas en este párrafo constituyen una ferviente oración que los fieles del Señor Jesús repiten con el corazón lleno de esperanza en cada ocasión que se formulan las peticiones -o preces- en las celebraciones eucarísticas.
   Los textos del Antiguo Testamento que meditaremos a lo largo del Adviento nos instarán a imitar la vida de los justos que vivieron antes de que naciera Jesús. La certeza de la primera venida de Nuestro Señor nos anima a esperar que Cristo Rey concluya el establecimiento de su Reino entre nosotros, pues es necesario que tengamos presente que las promesas que Dios le hizo a su pueblo a lo largo de muchos siglos las cuáles también nos atañen a nosotros porque somos el pueblo resultante de la última Alianza -o pacto- de Dios con los hombres, sólo se han cumplido parcialmente. La primera Profecía o anuncio del nacimiento del Mesías le fue revelado por Dios a Eva en el Paraíso, inmediatamente después de que Adán y ella comieran del fruto prohibido, y después de que la madre del género humano hubo comprobado que su marido se convirtió en su enemigo en su intento desesperado y cobarde de aplacar la ira de Dios. El texto del esperanzador anuncio con que Dios inflamó de esperanza el corazón de Eva marcado por la incertidumbre es el contenido de la maldición con la que Dios se dirigió a la serpiente, símbolo del demonio (GN. 3, 14-15).
   El texto del Génesis que hemos meditado es conocido con el nombre de "Protoevangelio", porque constituye el primer anuncio del Nacimiento de Jesús, el predicador del Evangelio.
   El primer Prefacio del Adviento expresa con gran belleza nuestra esperanza en el tiempo que estamos conmemorando. El citado texto eucarístico contiene la siguiente oración:
   "En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo nuestro Señor. El cual, al venir por vez primera en la humildad de nuestra carne, realizó el plan de redención trazado desde antiguo y nos abrió el camino de la salvación, para que cuando venga de nuevo, en la majestad de su gloria, revelando así la plenitud de su obra, podamos recibir los bienes prometidos que ahora, en vigilante espera, confiamos alcanzar..."
   La Eucaristía correspondiente al Domingo I de Adviento comienza con la siguiente Antífona:
   "A ti, Señor levanto mi alma; Dios mío, en ti confío, no quede yo defraudado. Que no se burlen de mí mis enemigos; pues los que esperan en ti, no quedan defraudados" (SAL. 24, 1-3)
   La oración colecta correspondiente a la citada Eucaristía expresa el siguiente deseo de los fieles:
   "Señor, despierta en nosotros el deseo de prepararnos a la venida de Cristo con la práctica de las obras de misericordia para que, puestos a su derecha el día del juicio, podamos entrar al Reino de los cielos. Por nuestro Señor Jesucristo"
   En los días que preceden a la Navidad, los católicos nos sumergimos en la lectura de los oráculos -o revelaciones mesiánicas-. Recordamos a nuestros padres en la fe, recordamos a los Santos y Profetas que más se han esforzado a lo largo de la historia para que no olvidemos nuestra esperanza cristocéntrica, escuchamos con especial énfasis a Isaías, uno de los grandes predicadores de nuestra fe en este periodo litúrgico junto a San Juan Bautista, nos llenamos de alegría recordando a los pocos pero fieles miembros del grupo de los que esperaron con una ilusión indescriptible la Natividad del Niño Dios: Zacarías, el incrédulo padre de San Juan Bautista que no tuvo reparo en predecir la gloria referente al futuro de su hijo y alabar a Yahveh después que Dios permitió que recuperara su voz perdida (LC. 1, 67-79), Isabel, su fervorosa mujer, el Bautista, el exagerado e incansable predicador mesiánico, José, y, María, los padres de Jesús.
   En el tiempo de Adviento tenemos muy presente la ciencia moral llamada "Cristología", que consiste en aplicarle a Nuestro Señor todos los anuncios proféticos que les fueron revelados a los judíos antes de que el Hijo de María fuese concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, de forma que todas las profecías contenidas en el Antiguo Testamento, y todos los hechos y personajes citados en el mismo, están relacionados con el Mesías de manera que profetizan la existencia y la ejecución del plan salvífico divino por parte de Jesús, al mismo tiempo que nos otorgan las suficientes razones para creer que nosotros, a nivel individual y comunitario, estamos inmersos en la historia de la salvación que se nos narra en la Biblia, que comienza por la Creación del mundo por parte de Dios, y finaliza anunciando lo que aún no se ha cumplido, esto es: la plena instauración del Reino de Dios entre nosotros.
   Al aplicar la historia de la salvación refiriéndola a Jesús y a nosotros, la Iglesia nos hace meditar con gran insistencia sobre la Persona y el mensaje de Jesús (el Evangelio), utilizando a tal efecto los títulos con los que denominamos al Hijo de Dios: "Mesías" (vocablo griego que se traduce como Ungido), "Libertador", "Salvador", "Esperado de las naciones", y "Anunciado por los Profetas". Estos títulos nos son repetidos con mucha frecuencia en las lecturas bíblicas del Adviento y en las Antífonas que recitamos al celebrar la Eucaristía durante las semanas que anteceden al tiempo de Navidad, de forma que descubrimos que Cristo es el personaje central de la historia de la humanidad, y de nuestra vivencia personal y comunitaria.

   La confianza y la esperanza de María.

   María es la mujer por excelencia del Adviento, así pues, en el primer tiempo litúrgico anual en que intentamos aumentar nuestra fe de manera que nos sea imposible desconfiar de Dios, la Iglesia nos muestra a María como un alto modelo de santidad que nos ayuda a aumentar nuestra esperanza en el cumplimiento de las promesas divinas. El texto que los católicos utilizamos para dar a conocer a María Santísima es el pasaje de la Anunciación, que San Lucas nos narra entre los versículos 26 y 38 del capítulo 1 de su Evangelio. Este texto lo leemos el día 8 de diciembre al celebrar la Inmaculada Concepción de María, y el último Domingo antes de Navidad (Domingo mariano prenatalicio), el día en el que la Liturgia nos anima a ser devotos confiados del Señor a imitación de la Madre de Dios.
   Cuando concluyeron seis meses desde que la mujer de Zacarías concibiera a su hijo, Gabriel, un Arcángel de Dios, fue enviado por el Todopoderoso a una ciudad de la región Palestina de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada -o prometida en matrimonio- con un varón llamado José, del linaje del rey David. El nombre de la bienaventurada doncella era María. María era hija de los Santos Joaquín y Ana. Son muchos los investigadores que afirman que, como los padres de María no podían tener hijos porque Ana era estéril, Joaquín se separó de su mujer y se dirigió al desierto para hacer penitencia con la intención de hacer que Dios escuchara sus súplicas. La oración de Joaquín y las lágrimas de Ana, -la mujer que en su entorno era considerada maldita por causa de su esterilidad-, fueron tenidas en cuenta en la presencia de Dios. Nuestro Padre común quiso que como compendio del amor de los citados cónyuges naciera María, la niña divina y la Diosa humana que, como mujer, fue desposada con José para realizar el sueño de sus píos padres de verla con el futuro asegurado en cuanto a su status social, y también cumplió su tarea de Diosa, al convertirse en la Madre del Dios hecho Hombre, Jesucristo.
   Cuando Gabriel entró en la habitación en la que estaba María, exclamó devotamente:
   "¡Dios te salve, María! El Señor tu Dios está contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres"
   La reacción que tuvo la joven nazarena ante aquel saludo nos deja constancia de que María no estaba acostumbrada a tener apariciones frecuentes, así pues, cuando la hija de Joaquín y Ana oyó aquella extraña y misteriosa salutación, se turbó. ¿Cómo pudo entrar aquel hombre en el lugar en que Ella estaba, ora orando, ora llevando a cabo la realización de sus labores? Gabriel tranquilizó a la futura Madre del Mesías diciéndole: "María, no temas, porque has hallado ante Dios la gracia con respecto al hecho de que él ha decidido que ha llegado el tiempo de concederte lo que le has pedido en tus oraciones. Ahora, quedarás embarazada, y darás a luz un Hijo, al que llamarás con el nombre de Jesús, es decir: Salvador, Libertador. Tu Hijo será grande, y será conocido como Hijo del Dios Altísimo, y el Señor Dios le dará el reinado de David su padre por causa de su grandeza"
   La forma de actuar de Dios va más allá de toda lógica humana. En ciertas ocasiones no podemos entender el designio salvífico de Dios al intentar comparar los anuncios divinos de las Escrituras con nuestra forma de comprender los acontecimientos que atañen a nuestra vida. Como no estamos capacitados para ver los acontecimientos que vivimos bajo el punto de vista de Dios por causa de nuestra impaciencia y de nuestro sometimiento al reducido número de años que vivimos, no hemos de tacharnos de pecadores por ello. A María le sucedió este caso, así pues, Ella creía el anuncio del ángel y se sentía feliz al pensar que Dios cumpliría en ella la promesa de enviar a su Hijo al mundo para redimir a su pueblo del pecado y su dolor, pero, de pronto, la asaltó una duda que la hizo sufrir mucho. María interrogó a Gabriel con el miedo que le producía la posibilidad de ser lapidada y la decisión de quien opta por defender un ideal aunque en ello le vaya la vida: "¿Cómo será posible el hecho de que yo conciba a un Niño? Yo no me he relacionado nunca con ningún varón"
   Gabriel le dijo a María: "El Espíritu Santo se posará sobre ti con la delicadeza de una paloma, y el poder del Dios Altísimo te cubrirá con su sombra. Esta es, pues, la causa por la que el Santo Ser que nacerá de tus entrañas, será llamado Hijo de Dios. Tu parienta Isabel ha concebido hijo en su vejez. Este es el sexto mes de gestación de aquella mujer a la que llamaban estéril, porque nada hay imposible para el Dios Omnipotente"
   María exclamó: "En tu presencia está la esclava del Señor. Deseo que Dios haga conmigo lo que tú me has anunciado en el momento y lugar que lo considere oportuno"
   Gabriel desapareció de la presencia de María, y Ella quedó sola, orando y sufriendo porque, al aceptar el reto de convertirse en la Corredentora del pueblo de Dios, estaba arriesgando la vida de su Hijo y su existencia, pues, su prometido, amparado por la Ley religiosa de Israel, tenía potestad para lapidarla por haber cometido supuestamente adulterio contra su persona (LV. 19, 10). En este estado de tensión, y en el doloroso estado en que José decidió aceptar a su futura mujer para desmentir los rumores de quienes se burlaban de él porque decían que su prometida le había sido infiel, María es para nosotros modelo de fe, esperanza y obediencia, especialmente en las ocasiones en que no sabemos si nos servirá el hecho de creer en Dios por causa de nuestra turbación.
   Tengan presente, los defensores del aborto, que, en cada ocasión que una chica desamparada decida abortar porque se sienta abandonada y todos sus seres queridos se nieguen a prestarle apoyo, optarán por asesinar a Jesús de Nazaret.
   Desde el primer día del Adviento hasta el 16 de diciembre, María se identifica con los protagonistas y las promesas del Antiguo Testamento, de forma que nos ayuda a interrelacionar a los citados personajes y los hechos que constituyen la vida de los mismos con Jesús, su vida, su mensaje, y sus actos. La celebración del dogma de la Inmaculada Concepción (8 de diciembre) constituye el principio de la preparación radical del tiempo de Navidad, así pues, en la citada solemnidad, la Iglesia nos insta a imitar a María en su pureza virginal. Entiendo que todos hemos sido llamados por dios a observar la castidad desde nuestro estado de vida actual, porque, decir que la citada virtud está relacionada únicamente con la posibilidad de no mantener relaciones sexuales, es empobrecerla, ya que se refiere principalmente a obtenernos de Dios la purificación de nuestros defectos, por cuya causa en ciertas ocasiones incurrimos en el incumplimiento de la Ley de Dios, por lo cual decimos que pecamos, quizá sin tener en cuenta la imperfección que nos conduce a ello.
   El Adviento se divide en dos partes. La primera parte del citado periodo litúrgico de oración y penitencia comienza en torno a finales de noviembre y culmina el 16 de diciembre. Durante el citado periodo nos disponemos a recibir al Mesías en su Parusía -o segunda venida-. Entre los días 17 y 24 de diciembre conmemoramos la segunda parte de este tiempo, poniendo especial énfasis en recordar la humildad y la sencillez que caracterizaron a María.
   El segundo Prefacio de Adviento contiene el siguiente texto:
   "En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo nuestro Señor. A quien todos los profetas anunciaron y la Virgen esperó con inefable amor de madre; Juan lo proclamó ya próximo y lo señaló después entre los hombres. Él es quien nos concede ahora prepararnos con alegría al misterio de su nacimiento, para encontrarnos así cuando llegue, velando en oración y cantando su alabanza..."
   El tercer Prefacio de Adviento nos insta a meditar en los siguientes términos:
   "En verdad es justo darte gracias, es nuestro deber cantar en tu honor himnos de bendición y de alabanza, Padre todopoderoso, principio y fin de todo lo creado. Tú nos has ocultado el día y la hora en que Cristo, tu Hijo, Señor y juez de la historia, aparecerá, revestido de poder y de gloria sobre las nubes del cielo. En aquel día terrible y glorioso pasará la figura de este mundo y nacerán los cielos nuevos y la tierra nueva. El mismo Señor que se nos mostrará entonces lleno de gloria viene ahora a nuestro encuentro en cada hombre y en cada acontecimiento, para que lo recibamos en la fe y por el amor demos testimonio de la espera dichosa de su reino..."
   La unidad de comparativas con respecto a las dos venidas de Jesús y la ejemplaridad de Nuestra Señora también se hacen constar en algunas oraciones litúrgicas, como es el caso de la Antífona del Domingo II de Adviento.
   "Destilad, cielo, el rocío, y que las nubes lluevan al justo; que la tierra se abra y haga germinar al salvador" (IS. 45, 8)
   Esta es la oración colecta del 20 de diciembre:
   "A ejemplo de la Virgen Inmaculada que, al aceptar tu voluntad, anunciada por el ángel, recibió en su seno a tu Hijo, fue llena de la gracia del Espíritu Santo y se convirtió en templo de la divinidad, concédenos, Padre todopoderoso, la gracia de aceptar tus designios con humildad de corazón. Por nuestro Señor Jesucristo"
   La oración sobre las ofrendas del Domingo IV de Adviento nos recuerda el ente trinitario existente entre Dios, María, y nosotros, los miembros de la Iglesia.
   "Que el mismo Espíritu que cubrió con su sombra y fecundó con su poder el seno de la Virgen María, santifique, Señor, estas ofrendas que hemos depositado sobre tu altar. Por Jesucristo, nuestro Señor"
   Es muy significativa la celebración eucarística del 18 de diciembre, ya que en ese día, una semana antes de conmemorar la Natividad del Niño de Belén, nos disponemos a recordar el inicio del viaje que hizo la Sagrada Familia desde Nazaret hasta Belén para empadronarse, según consta en el Evangelio de San Lucas, el gran amigo de San Pablo que quizá tuvo la dicha de conocer a María personalmente y que es llamado el pintor de María, porque describió con gran belleza los pasajes referentes a la Madre de Dios (LC. 2, 1. 3-4).
   María es "la Virgen del Adviento". María es "la llena de gracia", porque, con las citadas palabras, el ángel Gabriel intentó tranquilizarla cuando le anunció su Maternidad divina. María es "la llena de gracia" según consta en la oración del Ave María, porque al manifestar que estaba dispuesta a que se hiciera en ella la voluntad de Dios, demostró su disponibilidad a acatar el mandato divino de aceptar la voluntad del Dios Altísimo. María es "la llena de gracia", porque, nuestra Señora, a pesar de que podía ser asesinada por causa de un pecado que no cometió jamás, decidió confiar en Dios sin escatimar el sufrimiento a que fue sometida, las humillaciones que sufrió, y la posibilidad de que segaran la vida de su hijo y de que José aceptara su martirio, para extirpar el adulterio de las mujeres de Israel, y para hacer más breve el agudo dolor de su prometida, según constaba en la Ley de Israel.
   Por aceptar el cumplimiento de la voluntad de Dios en su vida, María merece ser considerada "bendita entre las mujeres", porque no podemos considerar que, a pesar de que sólo su disponibilidad para servir a Dios la diferenció con respecto a otras mujeres, que Nuestra Santa Madre disponía de virtudes excepcionales que la capacitaban para obedecer a Dios ciegamente, pues, de haber sucedido esto, María no tendría el mérito que le atribuimos desde nuestra perspectiva católica.
   Fue tan considerable la fidelidad con que María se entregó a aceptar su Maternidad, tan notable su castidad, tan digna su pureza, y tan ciega su obediencia, que no podemos evitar el hecho de afirmar con la mayor rotundidad posible que, la Madre de Dios, es la "Virgen" por antonomasia.
   María es la "Esposa del Espíritu Santo", porque concibió al Hijo de Dios por obra y gracia de la tercera Persona de la Santísima Trinidad, así pues, si el Hijo es el reflejo del Padre, es justo creer que el amor de Dios se encarnó en ella por obra del Espíritu Santo, pues todos sabemos que la Trinidad Beatísima es poderosa, y por ende puede llevar a cabo lo que se propone.
   María también es como si fuera la "Esposa del Padre”, por cuanto se entregó a Dios dócilmente para que él dispusiera de su vida sin evitar el peligro y las humillaciones que tuvo que afrontar en varias ocasiones.
   María también es como si fuera la "Esposa de Jesús" ¿Puede una mujer ser madre y esposa de su hijo? María es Madre de Jesús porque se consagró a formar y a cuidar convenientemente al Niño que recibió de su Protectora tantos besos en sus manos que jamás se ha oído a nadie que haya vivido negativas de Jesús, a menos que ello haya estado justificado por causas que no podemos comprender fácilmente. María es como si fuera la "Esposa de Jesús", porque, además de haber cumplido puntualmente su deber maternal, Nuestra Señora vivió para cumplir la voluntad de su Hijo, pues ella no ignoraba que Jesús hubo de realizarse como Hombre y como Dios, con todas las consecuencias que ello suponía para ambos.
   María también es la "sierva del Señor", porque no fue capaz de considerar su vida si ello le suponía evitar el cumplimiento del amoroso designio de Dios desde su seno virginal y la castidad que caracterizó a su espíritu de niña que se hizo mujer en muy pocos meses para abarcar la realidad del Señor desde la sencillez propia de su adolescencia.
   La Madre de Dios es "la mujer nueva", "la nueva Eva" que se hace cómplice de Dios para restaurar el orden divino que nosotros, simbolizados por Adán y su mujer, alteramos al no evitar actuar en contradicción con los preceptos que constituyen la Ley de Dios. Según consta en el capítulo 3 del Génesis, Eva actuó obedeciendo la voz de su interior que le pedía que se convirtiera en diosa, por lo cuál, más que a una pecadora, veo en ella a un símbolo de María, la concepción de un sueño que se realizó en la Madre de Jesús, pues todos aspiramos a ser dioses, lo cual, más que un pecado, constituye el motivo por el que, mientras vivamos y nuestra salud física y psíquica nos lo permita, jamás dejaremos de esforzarnos para superarnos y seguir alcanzando metas, por lo que seremos más felices al constatar que Dios actuará en nuestra vida, en cada ocasión que logremos alguno de los objetivos que nos propongamos.
   María es "la Hija de Sion", porque en su vida se encierran las vivencias del Israel del Antiguo Testamento, y la experiencia de la Iglesia que no ha sucumbido ante las persecuciones que ha sufrido durante los últimos 2000 años.
   María es "la Virgen del fiat" (hágase), porque nos insta a hacer la voluntad de Dios. María es "la Virgen fecunda", de hecho, la fecundidad de su vida consistió en producir frutos cumpliendo puntualmente la labor que Dios le encomendó cuando aconteció el episodio de la Anunciación. Ella es "la Virgen de la escucha", por cuanto escuchó lo que Dios le dijo por medio de Gabriel en la Anunciación y de Elisabeth en la Visitación, y es "la Virgen de la acogida", por cuanto acogió el designio de Dios y al Hijo del Altísimo en sus entrañas purísimas.
   María transforma la espera de nuestra vida en presencia de Dios en nuestros corazones, y las promesas divinas en los dones que todos hemos recibido y seguiremos recibiendo de Dios. Esta realidad es palpable en las celebraciones eucarísticas del Adviento, así como también lo es la ejemplaridad de Nuestra Madre de la que se sirve la Iglesia, para ayudarnos a aceptar el mensaje divino que nos transmite durante el Adviento y la Navidad.

   ¿Qué gestos han de caracterizarnos a los católicos durante el Adviento?

   La Iglesia nos insta a conservar en nuestros corazones las realidades que nos inculca en el Adviento, así pues, como aún no se han cumplido todas las promesas divinas que constituyen el objeto de nuestra fe, es conveniente que ejercitemos las virtudes que Dios nos concede durante este tiempo porque las tales nos serán muy útiles durante todos los días de nuestra vida. El Adviento constituye el principio del ciclo o año litúrgico de la Iglesia, así pues, esta es la razón por la que se nos insta a albergar en nuestro corazón la intención de alcanzar nuevas metas entre las que destaca nuestra permanencia eterna en el Reino de Dios desde nuestro estado de vida actual. Jesús decía las palabras expuestas en LC. 17, 21.
   Esta realidad nos anima a cumplir las promesas que hacemos todos los años al conmemorar la Natividad de Jesús el veinticinco de diciembre que nunca llevamos a cabo, ora por pereza, ora por la incapacidad que se apodera de nosotros cuando nos olvidamos de que no podemos cambiar el mundo hasta que no nos dejemos transformar por el Espíritu Santo a imagen física de Jesús y semejanza espiritual de Dios Padre, así pues, estas son las palabras que Dios pronunció antes de crear el género humano: (GN. 1, 26)
   Como somos incapaces de lograr nuestros objetivos porque somos imperfectos, a lo largo del año litúrgico, la Iglesia nos insta a superar nuestra acritud en varias ocasiones, según podemos constatar este hecho en los ritos de la Cuaresma, la Pascua de Resurrección, en varias ocasiones celebrativas del tiempo ordinario, y en las celebraciones de Pentecostés, la Ascensión, la Asunción de María, y de muchos otros Santos, entre los que destacan por su incapacidad de producir frutos y su empeño de seguir luchando contra su imperfección San José de Cupertino, el pobrecillo que, para no sumirse en un mortal estado de amargura, decía de sí mismo que su nombre era "Frai Asno".
   El Adviento es para nosotros un tiempo de oración y penitencia, en que le pedimos a Dios que le restablezca al hombre la confianza en Sí mismo por mediación de su Palabra y sus obras, pues deseamos que llegue el día en que podamos decir que asistiremos al encuentro de Dios, para poder constatar la realidad de la salvación universal con respecto al dolor, la muerte y el pecado -o transgresión de la Ley de Dios por nuestra parte- El Adviento es tiempo de penitencia porque le decimos a Dios a través de la recepción del Sacramento de la Reconciliación que somos débiles, y que le confiamos nuestra incapacidad para hacer lo que deseamos hacer bien para que nos ayude a combatir nuestra imperfección.
   La Iglesia nos forma para que nos pongamos en el lugar de los creyentes que creyeron en la venida del Mesías contra toda esperanza antes de que el Señor viniera al mundo, para que así podamos comprender y agradecerle a Nuestro Dios la virtud teologal de la fe que recibimos por causa de su benevolencia. Nosotros nos diferenciamos de los antepasados del Señor en que somos testigos de alguna forma del cumplimiento de las promesas mesiánicas del Antiguo Testamento que de cierto modo ha sido llevado a cabo por el Todopoderoso. El Adviento no es para nosotros un tiempo para mirar los pormenores que vivieron los personajes más relevantes del Antiguo Testamento, así pues, nos preparamos para constatar el cumplimiento de todas las promesas divinas cuando acontezca la Parusía de Cristo Rey, pues, aún no se han cumplido todas las revelaciones proféticas.
   Preparemos a quienes no conocen al Señor Jesús durante este tiempo de Adviento para que acepten en sus corazones la realidad de las dos venidas del Mesías, teniendo presente que este periodo litúrgico constituye una gran oportunidad para que se conviertan al Señor, y para que nosotros, lejos de creer que se ha llevado a cabo en nuestra vida la conversión total, le pidamos a Nuestro Padre común que aumente nuestra fe.
   Además de esforzarnos para que quienes no conocen al Señor se unan a nosotros para celebrar las dos venidas de Jesús durante el tiempo de Navidad, no hemos de olvidarnos de quienes circunstancialmente han perdido la fe, pues vamos a  prestarles una especial atención para que se unan a la Iglesia después de que constaten que sus dudas con respecto a nuestras creencias son resueltas a través de la oración, la meditación, y la unilateralidad de nuestra vida con el misterio de Dios.
   Todos los católicos tenemos la posibilidad de alabar a Dios durante el Adviento al recordar sus promesas divinas, las que se han cumplido y las que tendrán su acabado cumplimiento cuando acontezca la Parusía de Nuestro Hermano y Dios Jesús, pues es de bien nacidos el ser agradecidos según reza el conocido refrán español.

   ¿Cómo podremos reconocer las venidas de Cristo?

   Jesucristo vino al mundo hace 2000 años como Hombre-Dios. Jesús nació enmarcado en nuestra debilidad. Nuestro Señor nace constantemente en nuestros corazones por la acción del Espíritu Santo, el amor de Dios que es derramado en nuestra vida constantemente. Cuando se produzca la Parusía del Señor, Jesús vendrá henchido de gloria y poder a reinar sobre nosotros, así pues, según el Autor de los Salmos, "El Señor reinará eternamente" (SAL. 10, 16). Jesús se encarnó en María para que, al hacerse semejante a nosotros, nos fuera fácil comprender el sufrimiento que supuso para Él el hecho de redimirnos por mediación de su muerte y Resurrección. En el segundo Isaías encontramos las siguientes palabras que fueron escritas por el vidente que previó el padecimiento de Jesús: (IS. 53, 5).
   Cuando permitimos que Cristo habite en nuestros corazones le pedimos al Espíritu Santo que nos santifique a través del contacto que tenemos con Dios por mediación de la oración y nuestras vivencias ordinarias. Cuando se produzca la segunda venida de Cristo, Nuestro Señor instituirá la paz, el amor y la justicia a nivel mundial, y nos hará a todos copartícipes de la verdad que tanto deseamos conocer.

   Penitencia y alegría.

   He aquí, pues, el mensaje del Adviento: Dios viene a nuestro encuentro. Hacer penitencia en este tiempo significa que deseamos prepararnos a recibir al Señor con la certeza de que Él nos ha perdonado todas las transgresiones que hemos llevado a cabo con respecto a los Mandamientos de su Ley. El sentido de la penitencia durante este tiempo litúrgico ha de basarse en que Dios no vendrá solamente a redimir a la humanidad, sino en que Nuestro Santo Padre vendrá al mundo a encontrarse con nosotros de forma individual, así pues, aunque tú, amigo lector, fueras la única persona que hubiera existido a lo largo de la Historia, Dios hubiera enviado a su Hijo para que, muriendo y resucitando, te hubiera enseñado a creer en Él, y te hubiera demostrado por su padecimiento y glorificación, que serás elevado a la categoría de Dios.

José Portillo Pérez
joseportilloperez@gmail.com