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Jesús me abrió los ojos. (Dinámica catequética para el Domingo IV de Cuaresma del Ciclo A y el 24 de diciembre).

   Dinámica catequética.

   Jesús me abrió los ojos.

   Pienso que, a lo largo de nuestras vidas, podemos olvidar las palabras hirientes que nos dicen nuestros prójimos, y el daño que nos hacen nuestros seres queridos, pero nunca podemos olvidar cómo nos hacen sentir quienes hieren sin compasión nuestra sensibilidad. No voy a revelaros mi nombre porque jamás soñé con el hecho de ser honrado en atención al poder y la riqueza que desean tener la mayoría de los hombres.

   Permitidme que os hable de un hecho maravilloso que me ocurrió hace varios años y hoy recuerdo detalladamente, porque, los cristianos, celebrarán esta noche el Nacimiento de Jesús de Nazaret. Soy judío. Mi relato se sitúa en el siglo I de la era cristiana, en los años en los que predicaba Jesús el Nazareno. Nací ciego, y mis contemporáneos me enseñaron a vivir con la creencia respecto de mi ceguera, de que mi enfermedad fue causada por mis propios pecados, o por la forma en que mis progenitores habían ofendido a Dios. Durante los años de mi niñez, mis padres me enseñaron a trabajar como un buen ciego que pedía limosna para poder sobrevivir. Los años en los que mendigué fueron muy difíciles, pues no faltaban en Palestina araganes que se hacían pasar por ciegos para obtener ganancias basándose en la generosidad de los israelitas de buen corazón. Recuerdo una ocasión en la que alguien me ofreció dinero y un trozo de pan, y me robó las tres monedas que había conseguido pidiendo limosna durante medio día de súplicas y oraciones.

   Hace varios años, cuando faltaba poco tiempo para que conmemoráramos la Pascua en Jerusalén, un señor muy bondadoso me dijo que buscara a Jesús, pues el último Profeta que había surgido en Israel, tenía poder para curar a los ciegos. En las últimas décadas, los sanedritas se habían dedicado a asesinar a los varios docenas de falsos mesías que surgieron en Israel, exceptuando a aquellos que, al haber sido considerados locos por Poncio Pilato, habían obtenido el permiso del Gobernador romano para escapar por la puerta de atrás del Pretorio, aprovechando las controversias que sostenían nuestras autoridades judías. Mi tierra era un reducto romano muy odiado por nuestros dueños, porque nosotros nos negábamos -y aún nos resistimos- a renunciar a nuestra fe. ¿De qué me serviría a mí buscar a Jesús? Si mis hermanos de raza no podían olvidar sus odios y rencores, ¿cómo podría hacer el nuevo Mesías que yo siendo ciego pudiera recuperar la vista?

   Recuerdo muy bien el día en que conocí a Jesús. La gente se aglutinaba junto a mí, pues todos los caminos estaban llenos de hermanos de fe amables que me mostraban su misericordia y su compasión. Los comentarios que muchos hacían con respecto a mi ceguera me eran indiferentes, pues todos creíamos que, los ciegos teníamos que ser considerados como muertos vivientes, así pues, si nos faltaba la vista, ¿cómo podríamos vivir como personas normales? A pesar de la indiferencia que me causaban los citados comentarios, escuché a un hombre hacerle una pregunta a su interlocutor, que me hizo sumirme en una profunda meditación, a pesar del esfuerzo que había de hacer para que me dieran abundantes limosnas.

   -Maestro, ¿qué han hecho este y/o sus progenitores para que él haya nacido ciego?.

   Cuando escuché aquella pregunta, me llené de ira contra quienes sentían lástima con respecto a mí y decían:

   -Pobre desgraciado, pues está privado de ser feliz.

   -Otro ciego pidiendo limosna­.

   -En esta tierra abundan más los ciegos que los romanos­.

   Cuando pude controlar mi enfado, le reproché a Dios mi dolor y la inutilidad con la que se había complacido en colmar mi miserable existencia.

   El Señor que había sido interrogado por su seguidor, tras observarme atentamente, -yo sabía que me miraba porque una llama de fuego me quemaba el corazón-, le dijo a su discípulo:

   -Los posibles errores que este hombre o sus padres hallan podido cometer a lo largo de sus vidas, no son la causa que ha provocado la ceguera de este hermano nuestro, aunque no es descartable el hecho de que sus tinieblas le ayuden a ver una luz de la que muchos videntes están privados. Mientras es de día debemos realizar lo que nos ha encomendado el que me envió. Cuando llega la noche, nadie puede trabajar. Cuando la luz del Espíritu Santo resplandece en nuestros corazones, somos aptos para hacer todo lo que nos proponemos. Cuando carecemos de confianza en nosotros, en nuestros prójimos y en Dios, somos incapaces de realizarnos como personas, porque no sabemos apreciarnos. Mientras yo esté entre vosotros, aprovechad todo aquello que podáis aprender de mí. Cuando yo no esté con vosotros, deberéis aprender a comunicaros con el Espíritu Santo, pues Él será quien os diga lo que yo desee transmitiros.

   yo No podía entender lo que decía ese Señor que hablaba como los Profetas, pues sólo sabía que, cuando Él hablaba, la gente enmudecía para escucharlo.

   En medio del silencio, escuché la voz de una mujer que dijo dirigiéndose a mí:

   -¡Ten fe! ¡Jesús de Nazaret hará un gran prodigio en tu vida!.

   ¡Alguien tocó mis ojos con barro! Intenté zafarme de quien con actitud silente tocaba mis ojos con sus manos. He soportado muchas vejaciones a lo largo de mi vida, pero no quería que alguien realzara su supuesta lástima hasta el punto de intentar llevar a cabo una curación que supuestamente no podía realizarse. Fue tanta la impotencia que en aquel momento me invadió, que no pude evitar las lágrimas que delataban el gran dolor que había llenado mi vida de tinieblas. Aquel que tocó mis ojos con sus manos manchadas de lodo, me dijo:

   -Ve a lavarte los ojos al estanque del Enviado.

   La multitud me llevó rápidamente al estanque de Siloé sin que yo pudiera evitar aquella sucesión de hechos que tan ridículos me parecían, y me lavó los ojos. Cuando el agua del estanque humedeció mis ojos, empecé a ver. Cuando mis ojos vieron la luz, los árboles, y aquella multitud, lloré sin poder controlar mi emoción. Junto a mí escuché una voz conocida, era la del hombre que me había lavado los ojos, lo abracé agradeciéndole su gran gesto de contribuir a mi sanación. Intenté buscar al Señor que me había abierto los ojos, pero había desaparecido entre la multitud.

   Los aldeanos que no presenciaron mi curación, decían:

   -¿No es Éste el ciego a quien todos los días vemos sentado pidiendo limosna?

   ¿Cómo ha podido ser curado?”

   "-Yo juraría que este ladrón nunca ha sido ciego, así pues, esa enfermedad no se puede curar, y, como prueba de que nos ha engañado desde que era un niño, ¡miradlo con la soltura que camina! ¿No os habéis percatado de que nos conoce a todos?.

   Yo los conocía a todos por sus voces, pues jamás los había visto.

   Todos los que me conocían, en las horas sucesivas, me preguntaban:

   -¿Cómo has conseguido ver?

   Tú tienes que ser el ciego que todos conocemos, pues no es posible que en el mundo haya dos personas que se parezcan tanto como tú y el ciego que pedía limosna sentado, pues su carencia de visión no le permitía desplazarse para buscar ayuda.

   Yo les decía a todos:

   -Yo soy el que era ciego y pedía limosna. Ese Hombre llamado Jesús de Nazaret, hizo lodo con su saliva y un poco de tierra, y lo extendió sobre mis ojos. A continuación, aquel Hombre tan extraordinario me ordenó que me lavara los ojos en el estanque del Enviado, y, cuando el agua tocó mis ojos, empecé a ver.

   La gente me preguntaba:

   -¿Dónde está Jesús de Nazaret?.

   Yo le decía:

   -No lo sé.

   Como el prodigio de mi curación se extendía por toda la región rápidamente, los fariseos, que eran enemigos del que me abrió los ojos, tomaron la decisión de amenazarme para que dijera que nunca había sido ciego, sino que había engañado a mis conciudadanos, y que Jesús era un impostor, con quien yo, a cambio de recibir dinero, había llegado al acuerdo de fingir que me había abierto los ojos. Los fariseos querían aprovechar el hecho de que Jesús me abrió los ojos en un día festivo para ver en ello una nueva razón por la que acusar al Mesías de incumplir nuestra Ley religiosa, pues en los días de fiesta teníamos prohibido devolverle la salud a ningún enfermo.

   Los fariseos me volvieron a preguntar Qué hizo exactamente Jesús para abrirme los ojos, y yo les dije la verdad. Cuando mis interlocutores escucharon mi relato, empezaron a disentir entre ellos, así pues, unos decían:

   -Nadie que no haya sido enviado a nuestra tierra por Dios tiene poder para hacer prodigios.

   Todos los hombres religiosos respetan la Ley de Dios íntegramente, y ese Jesús ha sanado a éste individuo en un día festivo, así pues, nosotros concluimos que el tal Jesús de Nazaret no es un hombre de Dios.

   Otros se preguntaban:

   -¿Cómo es posible que un pecador que no respeta el Shabbat (Sábado) puede hacer prodigios?

   ¿No os dáis cuenta de que ese supuesto ciego curado se ha vendido para dar fe de un prodigio falso?

   -Los que no cumplen o ignoran la Ley de Dios son unos malditos.

   Aquella última frase fue pronunciada con la intención de intimidarme aprovechando mi pobre condición social, para a continuación preguntarme nuevamente con respecto a la forma en que Jesús me había abierto los ojos. Ellos, después de deliberar unos minutos sin que yo pudiera oírlos, me dijeron:

   -Suponiendo que verdaderamente hayas sido ciego durante toda tu vida, y que el tal Jesús de Nazaret te ha librado del peso de las tinieblas en las que estabas sumido, ¿qué piensas tú de ese Nazareno?.

   Yo, emocionado, teniendo en cuenta lo que Jesús había hecho por mí, decidí defenderlo, a pesar de que no lo conocía. Fue esa la causa por la cual exclamé:

   -Ni siquiera el Sumo Sacerdote Caifás tiene poder para abrir los ojos de un ciego. Durante las últimas décadas, no han faltado en nuestra tierra falsos enviados de Dios, pero si Jesús de Nazaret es capaz de hacer prodigios, tengo que considerar que ese Hombre verdaderamente es un Profeta. Yo no conozco a Jesús, nunca le he oído hablar exceptuando unas palabras misteriosas que pronunció antes de poner lodo en mis ojos, pero considero que Él es un Hombre de Dios.

   Como los fariseos no podían hacerme desistir de mi razonamiento, empezaron a luchar para que dijera ante ellos que nunca había sido ciego, y que, o me había vendido a Jesús para que éste tuviera fama entre los de nuestra aldea, o me había dejado manipular por el Predicador de Nazaret.

   Cuando los judíos dieron por imposible el hecho de hacerme cambiar de opinión respecto a Jesús, hicieron llamar a mis padres para interrogarlos. Los fariseos les preguntaron a mis padres:

   -¿Es éste vuestro hijo, de quien decís que nació ciego? Si éste blasfemo nació ciego, ¿cómo se explica su supuesta sanación?.

   Mis padres, traicionando la confianza que siempre había depositado en ellos, siendo testigos de mi curación, respondieron:

   -Éste hombre es nuestro hijo el que nació ciego. Si ve, no sabemos cómo lo ha conseguido. Si algún sanador lo ha curado, lo ignoramos. Interrogadlo a él, porque ya es grande para no saber con certeza qué es lo que le ha sucedido hoy.

   Lleno de ira, recriminé a mis progenitores:

   -Siempre me habéis tenido por loco por causa de mi ceguera. ¿Por qué me hacéis responsable de un hecho que pone en entre dicho la dignidad de Jesús de Nazaret y hace de mí un ser perverso?.

   Mis padres no supieron cómo responder mi pregunta, pues no fueron sinceros ante los fariseos, por miedo a ser expulsados de la Sinagoga si reconocían a Jesús como Mesías, pues los enemigos del Señor habían decidido marginar con ese castigo a todos los seguidores del Maestro que abrió mis ojos. Los castigos que les imponían a los expulsados de la Sinagoga, no sólo suponían la privación de asistir a las reuniones sabáticas, pues en ocasiones suponían la privación de sus bienes personales, y siempre tenían como consecuencia el rechazo del pueblo.

   Los fariseos, siendo conscientes de que mi sensibilidad había sido herida por sus constantes ataques y por la cobardía que habían profesado quienes durante toda mi vida habían sido tenidos por mí como santos de mi devoción, me dijeron de forma amenazante:

   -Nosotros, quienes velamos por la paz y la religiosidad de nuestro pueblo, sabemos que ese Jesús es un pecador. Si no quieres ser tenido por un idólatra entre los de tu familia, reconoce que Jesús te ha amedrentado, y la expulsión de nuestra sagrada Sinagoga no pesará sobre tu conciencia. Reconoce que Jesús es pecador delante de Dios, o hazte responsable del peso de tu condena, pues a ningún judío le conviene enemistarse con nuestro Criador. Si nos quieres tener como enemigos, recházanos, pero no vivas de espaldas a Dios.

   Yo respondí:

   -Yo no conozco a Jesús para saber si es un pecador o si es un Hombre de Dios. Yo sólo sé que antes era ciego y Él me ha curado, y, como los prodigios sólo los hacen los que son de Dios, por eso supongo que es un Profeta.

   Volvieron a interrogarme:

   -¿Qué fue lo que hizo contigo? ¿Cómo te dio la vista? ¿Qué sentiste cuando sus profanas manos tocaron tus ojos? ¿Cuánto dinero te ofreció para que te dejaras sobornar?.

   Yo respondí:

   -Ya os he contado cómo fui curado por Jesús. ¿Para qué queréis oír mi versión de los hechos nuevamente? ¿Creéis que a fuerza de someterme a interrogatorios me haréis cambiar de opinión? Yo no soy un asesino que teme el castigo de Dios ni el descrédito del pueblo. Yo sólo sé que antes era ciego, y ahora veo. ¿Me interrogáis porque queréis haceros discípulos de Jesús?.

   Mi pregunta fue la gota que colmó el vaso de la ira de los fariseos hasta el punto de derramarlo sobre mi pequeñez. Ellos me dijeron:

   -Discípulo de ése Hombre lo serás tú, blasfemo. Decirnos a nosotros que somos discípulos de Jesús, es un insulto más grave que llamarnos samaritanos. ¿Cómo te atreves a insultar a quienes velan día y noche por la paz y la religiosidad de Israel? Nosotros somos discípulos de Moisés, de quien sabemos que le habló Dios, pero a Jesús, a parte de que no sabemos quien le ha hablado, ni siquiera sabemos de dónde procede.

   La duda de los fariseos fue para mí un motivo para acabar con lo que ellos querían hacer, esto es: expulsarme de la Sinagoga por afirmar mi fe en Jesús. Yo les dije:

   -Es sorprendente que Jesús me haya devuelto la vista manifestando de esa forma que es verdaderamente un Hombre de Dios, y que vosotros, los mejores conocedores de la Ley divina, ignoréis la procedencia de esa Persona tan extraordinaria. Vosotros, los guardianes de la fe y la paz, sabéis mantener vuestra posición social, pero no ayudáis al pueblo que tiene necesidad de dádivas espirituales y materiales. Si actuáis diciendo que los amigos de Dios sólo son quienes se someten a vuestras normas, ¿qué certeza tendremos quienes desconocemos las Escrituras para fiarnos de vuestra verdad? Vosotros decís que Dios no escucha a los pecadores, a pesar de que escucha a quienes cumplen su voluntad y lo honran. Algunos protagonistas de las Escrituras han sido objeto directo de algunos prodigios, pero jamás se ha escuchado decir que existe un Hombre facultado para curar a un ciego de nacimiento. Si Jesús no hubiera venido de Dios, no habría podido abrirme los ojos.

   Ellos me dijeron:

   -¿Es que pretendes darnos lecciones a nosotros, tú que naciste envuelto en el pecado? Tú nunca fuiste ciego, de hecho, Satanás te concibió para que extendieras una de sus grandes mentiras. Si tú no te bendiste ni te hicieron perder la cordura para que te prestaras a llevar a cabo el juego de Jesús, y si Él te curó verdaderamente, quienes sabemos que Jesús no viene de Dios, tendremos que creer que el supuesto Mesías es un enviado del demonio, que con sus echizos contribuye a la realización de la obra de Satanás, el mayor enemigo de Dios, y si tú eres discípulo de ese Hombre, también eres hijo de Satanás, y si eres seguidor del demonio, para gloria del Dios que desea alejar de Sí a los pecadores, sábete excomulgado de nuestra santa Sinagoga.

   Yo nunca había contradecido a las autoridades de Israel, y, al saberme expulsado de la Sinagoga, deseé no haber sido curado por Jesús, con tal de no haber sufrido aquella humillación. Algunos de mis familiares y vecinos me despreciaban porque ya no era miembro del pueblo.

   Jesús fue informado con respecto a la pena que los fariseos me habían infringido, y se hizo el encontradizo conmigo para preguntarme:

   -¿Crees en el Hijo del hombre?.

   Yo le respondí:

   -Dime quién es, Señor, para que crea en Él. Por un momento, cuando me permitiste salir de las tinieblas y fui expulsado de la Sinagoga, sentí que había perdido mi valor personal, pero ahora que estás cerca de mí, quiero pedirte que, si al curarme pretendiste comenzar alguna obra en mí, que lleves a buen término tu plan, pues no me arrepiento de creer con respecto a tu Persona lo poco que sé. Antes de abrirme los ojos, dijiste que, mientras que es de día, hay que cumplir la voluntad del que te ha enviado, pues, cuando nuestra alma está sumida en las tinieblas, estamos incapacitados para vivir según nos corresponde hacerlo a los creyentes. En aquel momento, de alguna forma, llegué a pensar que les pedías a los tuyos que sintieran lástima con respecto a mí, y, para no reconocer mi debilidad, mis sentimientos de dolor se trocaron por odio con respecto a ti y a los que nos rodeaban…

   Jesús me interrumpió diciendo:

   -El Hijo del hombre es el que estás viendo, el que está hablando contigo.

   Yo dije:

   -Creo, Señor, y me arrodillé ante Él.

   Jesús estaba tan enamorado de su Humanidad, que, en vez de decirme que es el Hijo de Dios, se me dio a conocer como el Hijo del hombre. El Mesías me pidió que me levantara, y dijo:

   -Yo he venido al mundo para hacer justicia: para dar vista a los ciegos y para privar de ella a quienes dicen que ven y no ven más allá de sus convicciones.

   Algunos fariseos  que contemplaban aquella emotiva escena, replicaron:

   -Jesús, dinos claramente si nos estás llamando ciegos espirituales.

   Jesús les respondió:

   -Si reconociérais los errores que cometéis diariamente, el pecado no persistiría en vosotros. Este hombre fue curado con la tierra que hizo Dios para que todos fuéramos santificados, y con la saliva que me despreciaréis durante mi Pasión. Fijaos qué grande es la misericordia de Dios, que convierte en saludables las salivas del desprecio humano.

   Esta noche los cristianos celebrarán el Nacimiento de Jesús, y yo me uniré a ellos, para dar fe de que mi Señor es la luz de mis ojos.

José Portillo Pérez
joseportilloperez@gmail.com