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María, amor y dulzura. (Meditación para la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María Santísima. 8 de diciembre).

   Meditación.

   María, amor y dulzura.

   Imaginemos una casa en la que toda la familia permanece bajo el cuidado atento de la cabeza de familia. La Iglesia es nuestra casa, en la que, bajo la atenta mirada de María, los cristianos intentamos perfeccionarnos cada día más en conformidad con las posibilidades que tenemos para ello, porque Nuestra Santa Madre no nos deja solos, ni aunque suframos mucho, y ni aunque tengamos la impresión de que nuestros pecados son imperdonables. El amor cristiano del que San Pablo habla en su primera Carta a los Corintios, no nos cabe ninguna duda de que es el mismo amor con que Nuestra Santa Madre nos acoge en su presencia (1 COR. 13, 4-8A).

   Hace bastantes años tuve la ocasión de ayudar a una adolescente sorda y ciega con el fin de que pudiera valerse por sus propios medios en el instituto en el que cursaba sus estudios. Careciendo de la vista y prácticamente del oído, y al tener una pierna más larga que la otra, tenía verdaderos problemas tanto para orientarse como para bajar escaleras, si no tenía donde apoyarse, con el fin de no caerse. Aunque mi joven amiga no lo sabía, cada vez que tenía que bajar escaleras y yo estaba con ella, no le decía nada, pero tendía mis brazos hacia ella sin tocarla, como si fuera a abrazarla, por si perdía el equilibrio, evitar que se cayera. Tardé en decirle que tendía los brazos hacia ella para cogerla en el caso de que perdiera el equilibrio, con el fin de que aumentara la escasa confianza que tenía en sí misma, para que no tuviera tendencia a quedarse de por vida sentada en una silla. Aunque Nuestra Mediadora celestial no está corporalmente entre nosotros, su amor nos acompaña siempre, pues, espiritualmente, camina a nuestro lado, con el fin de fortalecernos en las caídas, y de acogernos en sus brazos cuando nos arrepentimos de los errores que cometemos, para que sigamos el camino de nuestro crecimiento sin desanimarnos.

   He tenido la oportunidad de conocer a un señor al que se le murió su madre hace muchos años. Cuando hace años me decía: "Mi madre habla conmigo todos los días", yo pensaba que no aceptaba la muerte de su progenitora, pero ahora sé que existe la Comunión de los Santos, lo cual explica este hecho.

   Si algunos se sienten protegidos por los que han muerto, ¿cómo habremos de sentirnos nosotros al estar amparados por Nuestra Madre resucitada y glorificada?

   Cuando lloramos la pérdida de nuestros familiares y amigos queridos, cuando carecemos de trabajo, cuando tenemos problemas matrimoniales o con nuestros hijos, y en otras muchas circunstancias dolorosas, María es la luz que nos anima y nos conduce a la presencia de Nuestro Padre común, para que Él, sirviéndose de nuestro dolor, nos sustituya el sufrimiento por gozo eterno.

   Igualmente, cuando solucionamos algún problema difícil de soportar, del cuál creíamos que iba a formar parte de todos los días de vida que nos quedaran, María comparte nuestra alegría, y nos recuerda que aún nos queda mucho que vivir.

   En la brisa que nos acaricia, en el trabajo duro que no es pesado porque un amor inexplicable por su grandeza nos conduce a terminar el mismo felizmente, en los estudios que cada día son más difíciles, en la construcción y adaptación de un nuevo hogar, en los ratos de ocio, en los encuentros familiares, y, muy especialmente, cuando la vida nos dice que lo hemos hecho bien, Nuestra Santa Madre nos tiende la mano, para ser ella quien nos presente ante el Padre de las luces.

   Ante todo y ante todos, María es Nuestra Madre, de hecho, independientemente de nuestro estado social, y sin importar lo malas que puedan llegar a ser nuestras acciones, siempre está dispuesta a acogernos y a presidir, junto al Padre y a Jesús, la santa mesa en la que nos perdonamos mutuamente, y nos amamos sinceramente, desde nuestros templos a la eternidad.

   ¿Somos rebeldes? María espera que, tarde o temprano, contentos, cansados o doloridos, nos acordemos de Ella, pues, abierta la puerta del cielo, nos espera para presentarnos ante Nuestro Santo Padre.

   Si no sabemos cómo decirle a María lo que hemos sufrido, o si no sabemos con qué cara vamos a contarle nuestros pecados, haremos mejor con gozar eternamente de su amor, pues Nuestra Santa Madre no requiere de ninguna explicación para amarnos y aceptarnos tal como somos, de hecho, Dios, que ha de juzgarnos, si le amamos sinceramente, y, si en el caso de haber pecado, nos arrepentimos sinceramente de ello, nos acogerá a todos en su presencia, independientemente de que seamos hijos pródigos, o hijos que aparentaron amarlo, y lo único que amaban era la salvación de su alma, no como don celestial, sino como derecho adquirido.

José Portillo Pérez
joseportilloperez@gmail.com